Narcotráfico en La Línea Vol. I: El narco

El tráfico de hachís está dando paso en la zona del Campo de Gibraltar a la entrada de cocaína. En la primera entrega de esta serie nos pegamos a un narco para radiografiar la situación.

Agentes del servicio de Aduanas vigilan las embarcaciones de la zona del Estrecho.

Matías Costa

Arturo Lezcano viaja al que se ha convertido en los últimos años en el punto caliente del narcotráfico en Europa. En una serie de 4 reportajes explica la nueva situación en La Línea desde el punto de vista de sus protagonistas.

Cuentan los vecinos de La Línea de la Concepción que no tan atrás en el tiempo, en los bares de los barrios costeros, se envidaba con palabras a la hora de los vinos. Aquí coincidían aquellos que se dedicaban a mover género de estraperlo en el Estrecho –fuese lo que fuese– con los guardias que venían a tomar algo. Cuando alguno de estos iba a pagar, el camarero le decía que alguien le había invitado. “Compare, hoy te he ganado”, se escuchaba allá al fondo, donde estaba el estraperlista. Esa postal romántica del contrabandista invitando a la autoridad como si fuera un juego ha saltado por los aires.

Cualquier parecido con el presente es mera coincidencia. Hoy el contrabando continúa, si bien ya no de azúcar, café ni penicilina. El tabaco sigue pasando y comprándose bajo el mantel, pero aquí manda el hachís: el 80% del que llega a Europa lo hace por el Campo de Gibraltar, la comarca más meridional del continente, en la provincia de Cádiz. Fue, durante siglos el límite del mundo conocido, y hoy se puede decir que es uno de los cruces más céntricos del planeta: aquí se juntan el mar Mediterráneo y el Océano Atlántico, y confluyen las rutas comerciales de Oriente y Occidente.

Aquí, donde Hércules separó sus columnas, está África enfrente, a 14 kilómetros en su punto más cercano y, también, hay una roca autónoma, territorio de ultramar británico, llamada Gibraltar, que condiciona la economía desde hace trescientos años. Su ubicación geográfica, un punto estratégico que ha dado noticias y literatura para aburrirse, de la mitología a la historia contemporánea, es la de un lugar tocado por los dioses pero al mismo tiempo conlleva su maldición, que en realidad es doble, pues por el pasillo de agua que separa África de Cádiz entra hachís en lanchas ultrarrápidas que surcan el Estrecho y por Algeciras, y cocaína a espuertas, escondida en los millones de contenedores que entran por año en las barrigas de grandes mercantes.

El Estrecho es tráfico, legal e ilegal: de droga, de armas, de personas. Y sus puertos, sus playas, del lado español, están condicionadas por ello, de una forma u otra. La bahía de Algeciras, el puerto de la mayor ciudad de la comarca a La Línea, una aguja apretujada que termina en Gibraltar, es lo más parecido a un colador en el que unos tratan de meter droga y los otros de interceptarla, como sucedía con los estraperlistas del principio, pero con una diferencia notable: hoy las reglas parecen haber cambiado, la escalada de los grupos de narcotraficantes ha llevado a protagonizar episodios de violencia y las derivaciones sociales, con una parte de la población sujeta a la actividad ilícita, han dibujado un escenario de creciente tensión. Esos protagonistas, de un lado y de otro, hacen la propia radiografía del lugar.

El narco Manuel tiene que proteger su identidad para no ser identificado.

Matías Costa
EL NARCO

Anochece en el lugar convenido de la costa cercana a La Línea. Pero cuando se acerca el coche este frena, duda y arranca bruscamente para perderse por la primera curva. Harán falta un mensaje y una llamada, casi una contraseña, para que regrese y salude al periodista y al fotógrafo, en un lugar oscuro, fiel al incógnito que requiere su condición de narcotraficante en una zona de alto riesgo.

Sale del coche, un pequeño utilitario usado de alta gama, vestido con pantalón de chandal, camiseta blanca ajada y tenis de marca ignota. Ninguna pista aparente de lo que hace para ganarse la vida. “¿Por qué crees que voy así vestido? Porque si no estoy perdido. Esto está lleno de envidias, de mala gente que te quiere hacer daño y no puedes hacer ver que tienes dinero. A mí ya me han quitado mucho”, cuenta Manuel, nombre ficticio del hombre que desconfía hasta de su sombra. A tenor de su vida, lógico. Metido en los cuarenta años, lleva veinte en el negocio del hachís y ha visto, disfrutado y sufrido todos los cambios que ha operado el negocio en estas dos décadas. Ha dirigido departamentos de organizaciones, pero hoy flota entre varias, como engranaje de los entramados de varias bandas, ofreciendo servicios y gente. Ha pasado por la cárcel y hoy trabaja con muchísimo más celo que antes.

Él es, en sí mismo, un eje cronológico de la historia del narcotráfico en el Campo de Gibraltar.“Yo he movido al menos cien mil kilos de chocolate”, dice dejando una estela de silencio tras de sí que da tiempo a pensar la cifra de otra manera: cien toneladas de hachís.

Manuel nació en una localidad de la costa gaditana pero su adscripción a la tierra no responde al nombre de su pueblo, sino al microuniverso al que pertenece cualquier integrante, da igual el escalafón, del narco de la zona: “Por el barrio. Yo me metí en esto por el barrio”, dice. “Empecé descargando tabaco, como todos. Qué vas a hacer, con doce o catorce años te daban 5.000 pesetas (30 euros) , y allá bajábamos veinte niños a una caleta. Luego ya te pagaban 10.000. Y luego una cosa lleva a la otra, ¿entiendes o no?”, recuerda con los ojos como platos.

La Línea (63.000 habitantes) se ha convertido en epicentro mediático del tráfico de hachís que entra por el Estrecho, pero lo que describe Manuel ocurre en toda la comarca del Campo de Gibraltar que también comprende Algeciras, San Roque, Los Barrios y Tarifa, hasta sumar 270.000 habitantes, con una costa colmada de playas, calas, puertos y entradas de ríos, con Marruecos a catorce kilómetros y el Peñón de frente.

“Con el hachís al principio trabajábamos en pateras, a finales de los noventa, y metíamos 300 o 400 kilos por trayecto. De ahí pasamos a las gomas, cuatro o cinco años después”, relata, siguiendo la evolución del negocio que operó en toda la zona. “A más kilos menos gastos. Esa es la historia. Hacer un trayecto solo y traer más, para pagar a los policías en Marruecos, cargar todo y luego traerlo aquí. Contra más kilos traigas, los gastos son menores.” Manuel no fuma en este rato, pero se agita en la conversación. Tiene las uñas mordidas. Mucha tensión acumulada en estos años. ¿Nervios? “Antes ninguno. Con el paso del tiempo, cada vez más”.

Por aquella época ya no trabajaba descargando, sino que también guardaba: una vez que las embarcaciones alijaban en la playa, varios coches preparados llevan la mercancía a las guarderías, a la espera de luego distribuirla, cuanto más lejos, mejor. Por ese trabajo se suele pagar entre 5.000 y 10.000 euros. Nada comparable a la siguiente pantalla: “Poco después pasé a llevar embarcaciones”. Y se le ilumina la cara al decirlo.“La primera vez venía con la goma (lancha) inclinada porque ni sabía que existía el trim (nivelador de la embarcación) ”. Luego aprendió en la mejor escuela de pilotaje: el Estrecho. “Eso es mortal, es una adrenalina en el cuerpo tremenda. Y vienes desde abajo cargado y ves cómo va saliendo el sol por España y pasas al lado de un petrolero, y te saluda la tripulación mientras pasas a toda máquina, y piensas: a tomar por culo todo. Yo esto lo llevo en la sangre”.

Manuel, el narco, muestra su fajo de billetes.

Matás Costa

Manuel ha llevado embarcaciones pequeñas, medianas y la más grande, la de 12 metros de eslora, la Fórmula 1 del Estrecho. Cuenta con chispitas en los ojos cómo se prepara el equipo de cuatro, cómo se enfundan el traje de neopreno de alta calidad (“comprado en Gibraltar, cuestan más de mil euros, pero si caes o hay que tirarse, flotas totalmente”) . Él se pone al timón, el primer asiento del potro de cuatro encapuchados, todos pegados para ganar aerodinámica. “Un espectáculo para ver, una maravilla”. No habla del dinero ganado pero sí de las tarifas que funcionaron durante años. Hoy dice que los costes han bajado: 30 euros por kilo al piloto, 15 al segundo, 10 a los de atrás.

El cálculo es fácil si se multiplica por las cargas de las gomas, normalmente entre 2.000 y 3.000 kilos. Son miles y miles de euros pagados en tacos de billetes que aún hoy se ven por toneladas en la Costa, y como el que lleva Manuel encima esta noche. La cotización también depende de la valía del piloto, y más que eso, la valentía: se paga más cuanto más aguanta el patrón en mandar tirar la mercancía en caso de persecución. Cuando están amenazados por la policía empiezan a tirar fardos para aligerar peso, hasta que el piloto manda parar porque recupera tiempo al perder carga. Cuantos menos kilos arroje por la borda, más gana esa tripulación. Según Manuel, “hay muchos que se han hecho millonarios”.

El tiempo le ha dejado memorias y cicatrices. “No dices que no a nada. Empiezas haciendo un viaje y terminas como yo, llevando gomas a todos los sitios posibles, cada vez más lejos. Me pegué más de diez años flotando, pim pum pim pum”. Pasó por todas las etapas, orígenes y destinos: De Tetuán a Algeciras, o a La Línea, La Alcaidesa, Estepona. Y luego, cuando se puso en marcha el SIVE (Sistema Integrado de Vigilancia Exterior de la Guardia Civil) , también vivió los años de las grandes travesías: de la Mar Chica de Nador a Almería, luego Alicante, incluso la Costa Brava, adonde fuera con tal de sortear las cámaras y los radares. “Nos abríamos hacia las islas, bien abiertos, sorteando radares. Íbamos cuatro o cinco lanchas juntas, unas con chocolate, otras con gasolina, para ir y volver”.

Manuel no es supersticioso pero el día que lo cogieron tuvo una premonición. “Sabía que me iban a trincar”. Y cuando lo hicieron, llevaba cientos de kilos, con las manos en la masa, en tierra. Pagó en la cárcel y salió. Y se encontró con un mundo diferente. Para empezar, en las relaciones comerciales: la pinza que ha cambiado el panorama en el negocio. “Ahora los españoles somos solo transportistas. Los dueños de la mercancía ahora son los marroquíes. Se espabilaron. Conociendo los entresijos buscaron alianzas con los fast runners, los que venían a comprar, y ahora tienen todo el pastel completo”, cuenta con las manos extendidas. Los fast runners son la punta de lanza de las organizaciones que compran droga desde Europa. En vehículos equipados se llevan la mercancía desde el Campo de Gibraltar. Los llaman así por la velocidad con la que se emplean “Esta gente trabajan muy rápido, son franceses moros. Llegan a las 5 de la tarde a la guardería con coches equipados y potentes, y a las 5 de la mañana ya están en París”.

Manuel, que aún se considera “contrabandista, no narcotraficante”, no comulga con la situación actual, en la que además “se gana mucho menos dinero”. “Ahora hay más riesgo, la policía está más preparada. Y ya no se puede guardar la mercancía, hay bandas de todos lados, tienen chivatos dentro de los grupos. A veces los mismos moros dueños de la mercancía, para no pagar gastos a los transportistas, hacen tres o cuatro trabajos y luego mandan dar el palo. O sea, se roban a sí mismos ”. Tampoco ayuda que, según él, pese a la colaboración entre grupos, “el mar está cogido por un par de bandas. Si quieres trabajar tiene que ser con ellos, no es como antes, que lo hacías por tu cuenta: buscabas abajo alguien que tuviera mercancía, le pagábamos, cargábamos y la trabajábamos. Ya no se puede, ya no se puede”, repite.

Sin embargo, Manuel aprecia un cambio que puede dinamitar el paisaje tal como se ha entendido hasta ahora: “Desde hace dos años está empezando a entrar lo otro”. O sea, cocaína. Según él la traen por lancha, como si fuera hachís, algo que niegan sucesivos investigadores, pero que el traficante asegura. Si es cierto, añadiría un problema más a la entrada habitual de esta droga por el puerto de Algeciras, en contenedor. “Entra por barco a Mauritania, Senegal o Tánger y luego viene en lancha. No se atreven mucho los de abajo todavía, porque eso trae bala”, dice elocuentemente.

El tráfico de cocaína conlleva mayor responsabilidad e implicación que el hachís, por el coste de cada fardo, muy superior. Su manejo trae más dinero al negocio, pero también más peligro. Todo junto, agitado y removido, da lugar a una situación de alta tensión que él desaprueba con un mohín que sorprende viniendo de él: “Se ataca a la policía y la guardia civil, no es normal. Antes los respetabas, no respondías. Ahora ya no hay respeto”.