Los seres invisibles



-I-

Escribo estas líneas menos como incierto oficiante de la poesía que como angustiado ser humano cuya sensibilidad nació y creció bajo un orden social acicateado por injusticias seculares, y que aprendió a ver en su país, más allá del paisaje luminoso y de las gentes concretas y visibles, a ciertos seres invisibles que también lo poblaban. Tan invisibles y tan numerosos y tan laboriosos y tan persistentes como las gotas de la lluvia, y a quienes debo -o tal vez deba decir debemos- el papel donde escribo, el lecho donde duermo, el zapato que calzo, el plato donde como, el techo que me alberga y hasta el espíritu que me alienta.



Invisibles como aquel indio Garabombo, el personaje alucinante de la novela de Manuel Scorza que en las antesalas de los despachos oficiales en procura de justicia para su pueblo, apenas si era percibido por el helado viento de las humillaciones.



Invisibles para la cultura dominante que motejó y aún tiene por dialectos sus lenguas, por supersticiones sus creencias, por bagatelas sus artes, por salvajismo sus saberes, por indolencia su comedimiento, por desidia su prudencia, por idiotez su paciencia, por turbas sus manifestaciones, por hordas sus organizaciones, por menesteroso o despreciable su pan.



Invisibles para el paroxismo individualista que todo desea disponerlo a su imagen y semejanza como si la vida fuera inexorable monolito.



Invisibles para la irremediable insensibilidad, para los perversos y uniformadores poderes del mercado y para quienes en su nombre han hecho de la injusticia y de la guerra una máscara de sangre.



Invisibles en fin para quienes vivieron y viven persuadidos de que la vida empieza y termina en los lindes de su urbanización o en ciertas avenidas de Caracas, Miami o New York.



-II-



En la época en que Humboldt llega a Venezuela los seres visibles, entre los casi 900.000 habitantes que la poblaban, eran unos 184.727, todos blancos españoles y descendientes de españoles incluyendo los llamados "blancos de orilla". Entre ellos había seres más visibles que otros, unos 658. Eran los blancos propietarios de la tierra.



Se supone que existían también, porque no se sabe qué método se empleó para contarlos puesto que carecían de corporeidad, unos 464.352 pardos (es decir, mestizos, mulatos, cuarterones, zambos; o como expresara un texto de la época: "una generación propagada no por la santa alianza de la Ley, sino por las torpes uniones reprobadas por la religión") desprovistos de los derechos y privilegios de aquéllos y segredados en la escala social (de castas) de la época. Cuando una providencia real de 1793, a menos de dos décadas de la declaración de independencia, les permite con las llamadas Cédulas de Gracias al Sacar comprar algunos derechos hasta entonces sólo concedidos a los blancos (habilitación para determinados empleos, títulos y cargos militares) el Cabildo de Caracas expresará su protesta resaltando "la inmensa distancia que separa a los blancos y pardos, la ventaja y superioridad de aquéllos y la bajeza y subordinación de éstos".



Otros seres invisibles se agregaban a los pardos, pero en escala casi subhumana: 161.354 indios sobrevivientes de la hecatombe conquistadora y colonizadora y 87.800 esclavos negros, a cuyo destino se uncieron los también invisibles escarnios del etnocidio, la aculturación, el desprecio y la segregación.



Los seres visibles se ocupaban de los vericuetos del poder y la riqueza, los invisibles del trabajo asalariado y esclavizado. Algunos fungían de zapateros, panaderos, barberos, albañiles y hasta de pulperos.



Al poco tiempo del viaje del sabio alemán, cuando aún no se había conformado otra noción de Estado que la dictada por el rey español, una lúcida y atrevida vanguardia de seres visibles, es decir, de blancos criollos y "de orilla", convenció finalmente a los seres invisibles para forjar patria verdadera, soberana y justa, y tras ese propósito, superados recelos y antagonismos, ambos emprendieron la más osada de las aventuras, la más temeraria de las empresas, la más dificultosa de las hazañas, la más enrevesada de las revoluciones.



Los seres visibles vestían uniforme militar o toga de letrado, los invisibles rudimentaria desnudez. Aquéllos hablaban de libertad, de justicia y de igualdad, éstos de esperanza y de desconfiadas ilusiones. Aquéllos bebían en las fuentes del conocimiento universal, éstos en la exclusión y en el desamparo.



Sin embargo ambos dejaron savia de su sangre y ceniza de sus huesos por todos los caminos de nuestra América y más de un tercio, casi la mitad, de aquella población de blancos, mestizos, indios y negros venezolanos, sucumbió bajo la devastación de la guerra libertadora.



No en vano pudo escribir Simón Bolívar al agente de los Estados Unidos Bautista Irvine estas palabras el 7 de octubre de 1818: "El pertinaz empeño y acaloramiento de V.S en sostener lo que no es defensible sino atacando nuestros derechos, me hace extender la vista más allá del objeto a que la ceñía nuestra conferencia. Parece que el intento de V.S. es forzarme a que reciproque los insultos: no lo haré; pero sí protesto a V.S. que no permitiré que se ultraje ni desprecie al Gobierno y los derechos de Venezuela. Defendiéndolos contra la España ha desaparecido una gran parte de nuestra populación y el resto que queda ansía por merecer igual suerte. Lo mismo es para Venezuela combatir contra España que contra el mundo entero, si todo el mundo la ofende".



El funcionario había sido enviado por su gobierno a protestar la captura –y obtener la devolución- de dos goletas norteamericanas, la Tigre y la Libertad, que habían sido apresadas en las bocas del Orinoco por la escuadra del almirante Brion cuando llevaban ayuda y pertrechos, como barcos mercenarios, al ejército español sitiado en Angostura.



Lograda la independencia, otras palabras y otros protagonistas sustituirán las antiguas proclamas y contra los deseos de los más sabios y sensibles de aquellos hombres a quienes su pueblo llamó libertadores, los otrora seres invisibles –y digo otrora porque en las terribles contiendas contra las fuerzas realistas habíanse convertido en visibles- engañados y traicionados por quienes decían representarlos tornaron a sus espectros y se hicieron nuevamente invisibles.



Y así fueron agostando sus vidas fantasmales entre promesas, ilusiones, esperanzas, desilusiones, desesperanzas y paciencia.



-III-



Siglo y medio después el mundo de los invisibles seguía padeciendo la misma devastación.



En 1988 un informe oficial de la Oficina Central de Coordinación y Planificación de la Presidencia de la República (Cordiplan), basado en el Método de la Línea de Pobreza, determinaba que había en Venezuela 1.813.000 hogares con ingresos inferiores al costo de la canasta normativa (55.2%), o sea, en situación de pobreza relativa, de los cuales 493.000 (el 15%) presentaban ingresos por debajo del costo de la cesta alimentaria, es decir, se ubicaban en la clasificación de pobreza extrema.



Para el primer semestre de 1999, a poco de haber asumido la presidencia Hugo Chávez, las cifras manejadas por el Centro de Documentación y Análisis para los Trabajadores (CENDA), organización no gubernamental que utiliza el Método de la Línea de Pobreza en sus investigaciones, determinaba que el segmento de los pobres había alcanzado "la escandalosa y preocupante cifra del 86% de la población, con este explosivo ingrediente: el 46% de los venezolanos se encontraba en situación de pobreza crítica, por cuanto sus ingresos mensuales (Bs. 120.000,oo) estaban por debajo del costo calculado para la canasta alimentaria (Bs. 217.581.oo). El costo de la cesta básica (canasta normativa) se ubicaba para esos meses en Bs. 497.935.oo (...) El CENDA también divulgó un informe, en enero de 2000, según el cual "el 89 por ciento de los hogares venezolanos se ubica en algún grado de pobreza", mientras que "sólo el 11% de la población del país puede considerarse no pobre". En ese documento se
especifica que del segmento poblacional "no pobres", un 3 por ciento corresponde a los "ricos" y un 8 por ciento "a lo que queda de la clase media". (Citado por Eduardo Morales Gil, Auge y caída de la democracia antes de Hugo Chávez, Caracas, José Agustín Catalá, El Centauro Ediciones, 2001, pp.56-57).



Las anteriores investigaciones habrían de ser confirmadas por un respetable organismo oficial, FUNDACREDESA, que en 1995 revelaba esta dramática realidad: de una población de 21.332.515 habitantes el número de seres visibles se hallaba distribuido así: estrato I, 1.06% de la población (226.125 habitantes); estrato II, 6.36% (1.341.815 hab.); estrato III, 11% (2.338.045 hab.), mientras los seres invisibles, ubicados en los estratos D y E (pobreza estructural y crítica) alcanzaba el 81.58%, lo que significaba 41.75%, o sea 9.019.385 venezolanos en situación de pobreza extrema. Más de dos tercios de venezolanos miserables, entre ellos unos 7 millones de niños sin hogar o escuela y de éstos unos 4 millones con severos cuadros de desnutrición. (Op. Cit., p. 58).



En la pobreza incidía obviamente el desempleo. En 1998, la tasa de éste había llegado al 11% y al año siguiente, en pleno proceso constituyente, a la escandalosa cifra récord de 15.6%. "Si a estos datos de paro –comenta en su libro Morales Gil- agregamos los referidos a las personas con empleos precarios, lanzadas al campo de la economía informal, la situación de depauperación se agrava, por cuanto, si se admiten como ciertas las cifras que ubican al 50% de la población económicamente activa en la buhonería y otros empleos a destajo, el contingente de desempleados y subempleados llegaría a los 6 millones 855 mil personas, con el correspondiente impacto negativo sobre 14 millones de habitantes aproximadamente" (Op. Cit., p. 60).



En el mundo de los invisibles, esos siete millones de niños sin hogar o escuela venían a ser algo así como los invisibles más invisibles, o los invisibles de los invisibles. Y esos casi siete de desempleados y subempleados los invisibles padres y madres de los invisibles más invisibles.



IV



Con los años, mientras los seres invisibles malvivían postergados o sustraídos de la historia, otros en cambio, visibles y actuantes -entre ellos algunos de los que ahora vociferan o mienten o calumnian o manipulan o conspiran, o todo a la vez para proteger sus privilegios- por sí o por interpuestos medraban o asaltaban arcas y propiedades del común en complicidad con poderes y funcionarios envilecidos, hasta dejar país y pueblo en el estado de postración que aquellas cifras y estas realidades acusan.



Fraudes y malversaciones, robos y latrocinios, coacciones y extorsiones, corruptelas y prevaricaciones, complicidades e impunidad forjaron en el país, a lo largo de décadas, para decirlo con título de un libro de Luis Alberto Crespo, una costumbre de sequía moral.



Fue en este ambiente donde nació la contracultura del consumismo desenfrenado, la soberbia y la violencia mediática, la exacerbación del individualismo, la exaltación de los instintos primarios, el desprecio a la vida ajena, la inferiorización del otro, la banalización de la existencia, las degradaciones de espíritu. Y también el asalto a la cosa pública, el negociado ignominioso, la prebenda, el cohecho y la sinecura partidistas.



Como consecuencia de ello la educación pública fue convirtiéndose cada vez más en la farsa lastimosa que cada antiguo ministro denunció, y los canales de televisión ocuparon el lugar de la razón, cuando no el del maestro. Nuestras artes, nuestras tradiciones, y hasta nuestro idioma se vieron así año tras año desplazados hasta un miserable rincón en las programaciones de los medios, pero no en obsequio de la gran cultura universal. Los pueblos de las naciones latinoamericanas siguieron, como en el viejo régimen colonial, incomunicados entre sí. Nada sabíamos, como no fuera para escarnecerlos, de nuestros hermanos colombianos o ecuatorianos o bolivianos o peruanos o argentinos o panameños. Los pinos y la nieve de otra navidad fueron desplazando a los pesebres de la nuestra. El halloween de otra tradición halló en sectores de la clase media la carta de identidad que acaso no encontraron en la propia. Los más nimios intérpretes de rock gozaron de la difusión que no tuvieron ni Angel
Custodio Loyola ni Alirio Díaz, y cuando uno sale a las calles y a los centros comerciales casi cree hallarse en los Estados Unidos ante la proliferación de anuncios en inglés, sin duda estimulados por la desconfianza que el poder de convencimiento del propio idioma genera en quienes tampoco confían demasiado en esa cosa del pasado llamada soberanía, que algunos denominamos dignidad.



Basta recorrer nuestra geografía, compartir con los humildes, acudir a sus maltrechas escuelas, liceos, hospitales, canchas deportivas o espacios comunitarios, para ver cómo un vasto plan de desnacionalización y privatización se había puesto en marcha para convertirnos nuevamente en feudatarios o en vasallos. Basta ver cómo prosperaron en dólares las pocas y expatriadas fortunas y menguaron la educación pública, la salud pública, las propiedades públicas, para entender de qué estaba hecho el camino de sumisión que nos habían escogido. Ni siquiera la buena voluntad, el decoro o la lucidez de algunos venezolanos ilustres en pasados gobiernos fue suficiente para detener o enmendar aquello que más que enorme error pareció ser meticuloso plan de entrega y vasallaje.



-V-



No creo que sea inútil ni inmoderado decir que una mayoría inobjetable de electores venezolanos, entre quienes los seres invisibles constituían la generalidad, depositó en 1998, 1999 y 2000, en siete elecciones sucesivas (y ahora en el 2004) un claro y categórico mandato y su confianza en los gobernantes que eligió.



Tal mandato implicaba e implica, por supuesto, la aplicación de un programa de gobierno presentado como oferta al país y se expresa en la Constitución de 1999 en cuya elaboración tuve el honor de participar.



A esa mayoría toca decidir en qué medida dicho programa está cumpliéndose y en qué medida el gobierno que eligió puede seguir representándola.



Porque por primera vez en la historia republicana de Venezuela esa mayoría no sólo intervino y aprobó con sus votos un texto constitucional, sino que reivindicó el derecho a revocar los mandatos de sus elegidos.



Pero también por primera vez en nuestra historia una minoría de ciudadanos integrada por empresarios, políticos, militares y propietarios de la mayor parte de los medios de comunicación y por periodistas a su servicio, cuyos supuestos derechos o privilegios juzgan vulnerados o afectados por leyes o medidas del gobierno elegido, asumieron en comandita, con saña y denuedo desconocidos hasta ahora, una campaña desestabilizadora en abierta oposición a éste, que desembocó en el frustrado golpe de Estado del 11 de Abril y en sucesivos y cruentos zarpazos y sabotajes, con el apoyo del gobierno de los EEUU. Oponerse, criticar y disentir no sólo es lícito sino normal y lógico en el marco de un pluralismo que lejos de debilitar, fortalece la democracia. Menguaría ésta sin el respeto a la crítica, la discrepancia, la disidencia. ¿Pero puede una minoría –que seguirá siendo minoría hasta que otro proceso electoral la consagre mayoría- convertir la disidencia en campaña desestabilizadora o golpe
de Estado contra la voluntad de aquella siete y hoy ocho veces pronunciada mayoría? ¿Pueden ser utilizados legítimamente sus medios para falsear y adulterar gran parte de la realidad política, manipular, alarmar, atentar contra la estabilidad de nuestra moneda y hasta conspirar abiertamente día tras día, usando todos los recursos, incluyendo los más falaces y amorales, para intentar impedir las transformaciones y el cumplimiento del programa que los electores votaron? ¿No establece la Constitución aprobada en referéndum por el pueblo venezolano los mecanismos de revocatoria de los mandatos y la abrogación de las leyes? ¿Es tan difícil, si en verdad se cuenta con la mayoría y si en verdad se habla a nombre de esa mayoría, recoger el 20% o el 5% de firmas del electorado para solicitar un referéndum revocatorio o abrogatorio, según se contempla en los artículos 72 y 73?



Pues bien, una vez más el pueblo venezolano se pronunció. Y una vez más los seres invisibles fueron protagonistas de su propio destino.



Como el simple ser humano que aprendió a ver y a constatar con cuánto afán esos seres invisibles retomaban sus esperanzas y sus ilusiones de justicia, y como redactor de las palabras que recogen tales anhelos en el Preámbulo de la Constitución, sólo puedo esperar que la democracia participativa y protagónica allí consagrada consolide en sucesivas etapas los valores de la libertad, la independencia, la paz, la solidaridad, el bien colectivo, la integridad territorial, la convivencia y el imperio de la ley y asegure y garantice cuanto le fuera menoscabado o suprimido a esas ahora de nuevo visibles mayorías: el derecho a la vida, al trabajo, a la cultura, a la educación, a la justicia social y a la igualdad sin discriminación ni subordinación, como en él se expresa.



Porque los seres invisibles, el 13 de abril tanto como este 15 de agosto, se hicieron otra vez visibles.



Espero que para siempre.



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